Amabas que yo ame tu leche, la blanca lágrima de placer en tu minuto de gloria.
Alto y fuerte te pensabas al acabar. Cerré la boca para retener tu jugo y cada noche salí al patio a escupirte en la tierra negra. Gracias a tu dulce abono crecieron dos algarrobos de leña roja como roja era mi boca y mis llagas amorosas en cada final tuyo.
Sobre ellos, el caldero se elevó. La primera lluvia de enero lo llenó rebosante. Te invité a nadar con un insinuante empujoncito. Caíste como un niño tonto, que lindo cuando sos tan inocente. Desnudo en esa piscina de hierro te adormeciste bajo el verano, tal vez estimulado por el vaso de fresca limonada que te alcancé sumisa, o tal vez por la pastillita que se diluyó en el vaso y petrificó tu cuerpo en sus flotadores.
No quise robarte la sensación, si ese era tu mayor placer, mi contacto.
Tanto te amaba que quise darte un final que no acabase, no ese minuto de leche culminante, no. Mejor estas burbujas enrojecidas, perfumadas de algarrobo, reflejadas como chispas de amor en tus pupilas hervidas.
Qué pena, me gustaban tanto esos algarrobos.